Te quiero para quererme más
Narcisismo en la era del capital erótico, deseos de valoración, y relaciones transaccionales sosteniendo autoestimas frágiles.
☕Hola,
Tras explorar el territorio del deseo sexual en Dinámica Mente, hoy hago una transición hacia otro motor silencioso que guía nuestros comportamientos, emociones y decisiones: el narcisismo.
Jerarquías del deseo: capital erótico y cultura aspiracional
No te elijo por quién eres, sino por lo que reflejas de mí
Reflexiones finales: la paradoja del espejo
⏳ Tiempo de lectura: 9’ min.
Jay Gatsby era un hombre hecho a sí mismo. Cada noche, su imponente mansión se llenaba de personajes ilustres. Bebían champán entre salones opulentos y jardines perfectamente cuidados. Él, siempre impecable, se movía como si todo aquello no fuera suyo, desconectado.
Todo ese lujo tenía un único propósito: recuperar a Daisy Buchanan, el amor perdido años atrás, por no pertenecer al mundo de los que siempre lo miraron por encima del hombro.
Pero Gatsby no buscaba a Daisy. Anhelaba con desesperación lo que ella encarnaba. Un lugar en la cima, una victoria simbólica sobre sus orígenes y sobre quienes le despreciaron.
Riqueza, aceptación, éxito social.
En el Gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald habla de la ambición como deseo, más allá del amor. Cómo alguien puede necesitar desesperadamente a otro, no por lo que es, sino por lo que simboliza.
Ese amor no sale de la entrega, sino de la ambición que se nutre de carencias. Un tipo de deseo —más aspiracional que amoroso— que se está convirtiendo en un patrón.
Hoy, muchas personas no buscan una relación que les sostenga, que nutra su identidad, o crecer construyendo algo compartido. Buscan a alguien que las haga sentir más valiosas.
En esa lógica de búsqueda de éxito — profesional, económica, estatus social— el vínculo se convierte en estrategia transaccional. No importa tanto el otro, sino lo que hace sentir sobre uno mismo.
Jerarquías del deseo: capital erótico y cultura aspiracional
La lógica de los mercados se filtra como una humedad silenciosa, infiltrándose en cada rincón de la vida, incluyendo las relaciones.
Eva Illouz en El consumo de la utopía romántica, afirma que el amor y la atracción están atravesados por un capitalismo simbólico. Los vínculos amorosos actualmente funcionan como vitrinas: no solo dicen con quién estamos, sino quienes somos a través de ellos.
El amor se convierte subjetivamente en un ascenso, una forma de proyectar estatus. Se buscan atributos que “cotizan” alto: belleza, estilo de vida, carrera profesional, capital cultural, patrimonio. No se valora al Otro, se alaba su lugar simbólico en la jerarquía social de prestigio.
La psicóloga Catherine Hakim, en Honey Money: The Power of Erotic Capital, propone la idea de capital erótico una combinación de atractivo físico, carisma, habilidades sociales y sensualidad, que puede traducirse en poder y ventajas. Y cuanto más deseado parece alguien, más valor aporta para el reflejo propio.
Las apps de citas son un ejemplo amplificado. Tinder, Bumble, Hinge son catálogos de imágenes optimizadas, donde cada perfil proyecta valor y espera ser validado. Es un juego de espejos deformados, en el que se juega a emparejarse con quien eleva la propia imagen.
Elegir pareja ya no es buscar un “nosotros”, sino una forma de egocéntrica de reforzar la valoración de uno mismo, según la máscara que quiere mostrar frente al mundo.
Si no los leíste, no te pierdas los dos artículos sobre psicología dinámica del deseo y la sexualidad ⬇️
Te excita, pero no lo admitirías: el deseo como espejo moral
El Deseo nos Mueve: Ego, Poder y Agresividad en el Sexo (II)
El Deseo nos Mueve: Sexo, Amor y los Laberintos del Placer (I)
No te elijo por quién eres, sino por lo que reflejas de mí
Aunque cueste admitirlo, elegimos a quien nos hace sentir más importantes, atractivos o interesantes. Eso no es necesariamente patológico, forma parte de esa dimensión narcisista que habita dentro de todos.
Detrás de esa búsqueda — o más bien una espera de príncipes/princesas azules de elevado capital erótico— hay una necesidad humana y universal de ser valorados, reconocidos, dignos de ser queridos y admirados ante los ojos de los demás.
No hablo del “narcisista”, el nuevo villano de moda. Desde la psicología contemporánea —especialmente psicodinámica— el narcisismo se entiende como un sistema motivacional que impulsa a construir una imagen de uno mismo que sostenga la autoestima.
Si esa necesidad se vuelve el centro de la vida de una persona—elige, decide, se relaciona para elevar su autoimagen—, obviamente se convierte en un problema.
Las personas con rasgos narcisistas patológicos, no ven al Otro como es en su totalidad, ni reconocen su singularidad. Instrumentalizan la relación, para poseer y fundirse con los admirados atributos de capital simbólico y erótico —conocida como relación narcisista de objeto—.
Lamentablemente, estamos inmersos en el auge de una cultura narcisista —como advirtió Christopher Lasch en La cultura del narcisismo— que convierte la vida en una competencia silenciosa por destacar, superar y brillar más que el resto.
Poder, riqueza, estatus, belleza: la valía se mide en función de la posición en la jerarquía social de prestigio. Hay que parecer valiosos. Todo el tiempo. Proyectar una vida envidiable para recibir admiración.
Bajo estos mandatos de “ser superiores”, se elige al Otro como quien elige una prenda cara o un trofeo: una posesión que empodera el ego.
Este deseo nace en la carencia, la inseguridad, la vergüenza callada por no sentirse suficiente. Se busca un ideal —imposible— que calme miedos profundos, que compense las heridas en la autoestima y en el amor propio.
En ese contexto, el vínculo pasa a un segundo plano, buscando una figura que encaje con las ambiciones y atributos ideales. Una relación nacida del hambre de validación no construye: se hunde intentando llenar un vacío.
Reflexiones finales: la paradoja del espejo
“Yo no me conformo con cualquiera.”
“Si no me aporta, no me interesa.”
“Estoy mejor sola/o que mal acompañado.”
Cada vez hay más personas que no encuentran con quién estar, pero tampoco logran estar con nadie. No porque no haya opciones —nunca ha habido tantas—, sino porque nada parece estar a la altura.
Nadie sobrevive al filtro.
Aunque suene a exigencia desde la soberbia, muchas veces es solo una forma sofisticada de defensa inconsciente.
¿Contra qué? Contra el miedo a no ser suficiente, al rechazo, al dolor. A exponerse emocionalmente sin tener el control.
El deseo ya no se dirige hacia quien es el otro, sino hacia lo que representa. Se elige con cálculo, como quien invierte. Y bajo esa lógica transaccional, el Otro deja de ser persona: se convierte en espejo, en escalón, en accesorio emocional.
Esta forma de vincularse —tan naturalizada por quienes han crecido dentro de los “algoritmos”, de likes y la validación constante— ha cambiado incluso lo que se espera de una relación. Ya no se busca compartir un camino, sino alguien que refuerce la imagen que uno necesita proyectar.
Vivimos en una cultura que nos está empujando a pensar en las relaciones como una forma de capital. Y esa lógica va dejando a muchos cada vez más solos. Cuanto más se infla el ego, más se debilita el lazo.
Ese es el dilema que el narcisismo inyecta en el deseo: al buscar en el vínculo una forma de afirmación, se pierde la posibilidad del encuentro. Es la paradoja del espejo: solo refleja la propia imagen, no responde. Cuando el Otro deja de verse como un individuo con sus propios deseos y límites, el vínculo deja de ser un espacio de co-existencia.
Lo que parece una estrategia de valor, acaba siendo el obstáculo que impide relacionarse: cuanto más se persigue la validación, más se debilita la posibilidad de relación.
Un abrazo,
Hugo
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📑 Referencias bibliográficas
Hakim, C. (2012). Honey money: The power of erotic capital. Penguin Books.
Illouz, E. (2007). El consumo de la utopía romántica: El amor y las contradicciones culturales del capitalismo. Katz Editores.
Lasch, C. (1999). La cultura del narcisismo. Andres Bello.
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